El costurero
Me hubiese gustado
aprender a coser botones, coger un hilván, meter el bajo a los pantalones. Yo
además de ser chico tenía otro obstáculo añadido, en mi familia existía una
prohibición gritada repetidas veces por mi tía, habría un castigo severo a
quien tocara la caja de la costura. Años después entendí aquel tabú acerca del
costurero, al abrirlo y ver que encerraba unas esmeraldas, perlas y rubís,
acudieron a mi cabeza las imágenes del famoso robo a la marquesa.
El mundo es un pañuelo,
mi rival en la final de este concurso en el que llevo un año eliminando
competidores, resulta que es el hijo de la marquesa. Cómo lamento ahora
aquellos prejuicios sexistas y que no me enseñasen a hilvanar, porque es el
último requisito, la prueba final del concurso. He sobrevivido a pruebas
físicas, de literatura y de matemáticas. Un millón de euros del premio al
alcance de la mano. Me coloco el dedal y enhebro la aguja, mis pespuntes dan
pena. El modisto que decidirá el ganador es muy severo. Tendré que desplegar mis
artes en el aprendizaje a no dar puntada sin hilo y sacrificaré una esmeralda
para que el árbitro de la contienda aprecie mi trabajo desde otro prisma, y
diga como mi tía que soy una “joyita”.