Anacoreta.
En el lugar más recóndito de la isla hay una cueva de difícil acceso. Escalo las rocas con arduo esfuerzo. Allí descubro en las entrañas de la caverna, a un vetusto y andrajoso anacoreta con mirada desconcertada. Me examina desconfiado sin pestañear y me pregunta si la guerra ya terminó, si ya vivimos en paz. Tras mi asentimiento, con gesto hospitalario y un atisbo de sonrisa oxidada, me confía su nombre, Matusalén, y me ofrece sus viandas. Aquel solitario y cavernario ser no había articulado palabra en los últimos años. Allí periodista y ermitaño comenzamos una interminable y curiosa conversación...
Microrrelato enviado a la Ser 15.02.2017
ResponderEliminarPrecioso!!!! Me ha gustado lo de "atisbo de sonrisa oxidada"
ResponderEliminarPrecioso. Me ha gustado mucho lo de "...con gesto hospitalario y un atisbo de sonrisa oxidada"
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