Moraleja viajera.
Desde aquel primer libro
para contar del uno al diez en la lengua de Shakespeare, siempre deseé viajar a
Londres y aprender ese idioma. Tras años de esfuerzos gramaticales y superar exámenes
por escrito. El reto de demostrar mis conocimientos en inglés ha comenzado. Ya
sobrevuelo el Canal de la Mancha.
Mientras pregunto en el
aeropuerto cómo llegar al hotel con mi particular fonética, una joven plagada
de pecas y casi albina, entre risas me explica con un castellano nítido que
pronuncio el inglés como un japonés hablando andaluz. En las rutas de turista
por la ciudad confirmo mi torpeza ya que nadie entiende las pocas palabras que
emito, aunque salgo airoso en cada lance gracias a mi extenso repertorio de mímica.
El día de regreso llega
el problema más enrevesado, para pagar el hotel mi tarjeta de crédito es
rechazada y el dinero en efectivo no me alcanza. El paquistaní de recepción
llama a la policía. ¡Albricias! un agente en un español bastante correcto, me
tranquiliza y sonriente me acompaña a una sucursal del banco Santander,
confiesa por el camino su admiración por las playas de Alicante y las tapas de
Granada. Estoy en racha, una mujer de trato arropador y en mi lengua materna,
ya que nació en Salamanca, me soluciona aquella pesadilla monetaria. Toca
correr, los aviones no esperan, y agotado como si hubiese terminado un maratón
sin hidratarme, embarco de vuelta. Debo apuntarme a inglés de conversación mañana
sin falta. Siempre me quedará el mimo.