La jubilada.
Salieron
juntos cogidos de la mano al añejo balcón de su modesta casa. Sus pacíficas
sonrisas arrugadas les delataban. Tras aquellas frases tan persuasivas y reivindicativas
en la radio, sólo unos meses antes, comparando su lucha por las pensiones
dignas a la del escarabajo boca arriba desesperado por voltearse, o la del polluelo
por romper el cascarón. Desfilaron por radios y televisiones. Esta pareja de
pensionistas desarbolaron a gobernantes huecos, a base de propuestas caseras y rebosantes
de sentido común. Sus ideas arraigaron y sus valores germinaron. Aquella tenaz jubilada
sería la primera presidenta. La revolución de los pensionistas había florecido.
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